El desierto de Danakil, en el Cuerno de África, es uno de los puntos más calurosos del planeta. Sus habitantes viven de extraer sal; las caravanas de camellos llevan siglos cruzando este paraje
Desierto de Danakil
El Apocalipsis en su capítulo 20 habla así del infierno: «Y el diablo, que los engañaba, fue lanzado en el lago de fuego y azufre, donde estaban la bestia y el falso profeta; y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos». La tribu de los afar habita desde hace más de mil años la depresión que lleva su nombre, donde se encuentra el desierto de Danakil. La temperatura media es de 34 grados, lo que supone que durante el día pueden alcanzarse más de 50. Ocupa parte de Etiopía, Eritrea y Yibuti, en el Cuerno de África, donde las placas tectónicas africana y arábiga se están separando. La zona se encuentra a unos 60 metros por debajo del nivel del mar; algunos puntos llegan incluso a los 155 metros hacia el interior de la tierra (es uno de los lugares más bajos y por tanto calientes del planeta). Esto sucede en la región del volcán Dallol, del que surgen fosforescentes manantiales amarillos, verdes, naranjas que habrían hecho las delicias de Dante si hubiera podido contemplar tal espectáculo. Colores asombrosos que alertan de la peligrosidad que puede suponer siquiera poner un pie en uno esos lagos ardientes alimentados con azufre. Científicos y geólogos se dedican a estudiar este entorno porque creen que con el calentamiento global el mundo podría acabar siendo así. Intentan averiguar cómo es posible que los afar -que se dedican mayoritariamente a extraer sal de este paraje- lleven soportando este infierno por los siglos de los siglos.
«Aventurarse profundamente en esta tierra inhóspita requiere un plan bien organizado. Quedarse sin vehículo de respaldo, sin comunicación vía satélite o sin agua suficiente puede ser mortal en cuestión de horas», advierte el autor de estas fotos, Siegfried Modola, que siguió durante seis días a una de las caravanas de trabajadores y camellos que se adentran en este desierto en busca de sal.
Abdu Ibrahim Mohammed era un joven de 15 años cuando se estrenó con las caravanas. Hoy tiene 51, está retirado y es su hijo quien ha heredado el trabajo, que no ha variado mucho en los últimos siglos, aunque el Gobierno ya está construyendo una carretera pavimentada por el norte de la región. Los extractores y comerciantes locales, que defienden con uñas y dientes su forma de vida, temen que esta vía pueda atraer a las grandes empresas mineras, con técnicas de extracción mecanizadas que requieren menos mano de obra. «La mayoría dependemos de las caravanas de sal, por lo que no estamos demasiado contentos con las compañías que tratan de establecerse aquí -opina Abdullah Ali Noor, hijo del líder del clan de Hamad-Ile, en el borde del desierto de sal-. Todo tiene que ser promovido por la comunidad. Nosotros preferimos seguir con las viejas costumbres».
Muerte bajo el sol
El fotógrafo integrado en la caravana describe así el espectáculo: «Miles de camellos, mulas, burros y pastores, además de los comerciantes, extractores y formadores de las losetas de la sal se aventuran en las vastas llanuras interminables. Todos buscando un lugar donde la sal sea lo suficientemente compacta como para poder darle forma». Pueden tardar varias horas en encontrar el sitio adecuado, pero una vez elegido, la caravana se detiene y los hombres empiezan a bregar con sus picos en medio de esta desolación y con un calor del demonio. «A veces te olvidas del sol», dice Kidane Berhe, 45 años, pastor de camellos y comerciante de sal. «Perdí a un amigo en una ocasión. Estaba trabajando demasiado sin ninguna protección y, de pronto, se derrumbó».
Cargan sus animales con tantas losas de sal como las bestias puedan aguantar durante los dos días que les lleva el viaje a la ciudad de Berahile, donde los expertos moldearán después perfectos 'lingotes' que viajarán a Mekele, el punto de distribución de la sal a toda Etiopía. Un negocio que da de comer a miles de familias.
Así habla el fotógrafo Siegfried Modola: «Hay una blancura resplandeciente, con espejismos en el horizonte que juegan con tu mente. Las brumas se 'derriten' con la blancura del desierto, provocando la sensación surrealista de que cielo y tierra se han tocado y convertido en una única realidad, indistinguible una de la otra. En medio de esta sensación de vacío, las caravanas de sal inician su procesión lenta pero constante, atravesando el desierto agrietado».
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SAL: Infernum super terram
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