Entre 1631 y 1634, una buena parte de la sociedad vizcaína mostró de forma airada y violenta su malestar por el aumento abusivo de la presión fiscal y de los precios
Que el pueblo pierda la paciencia es algo que no ha sucedido de forma frecuente a lo largo de la historia. Ahora bien, cuando pasa, el enfado es tan monumental que adopta la forma de rebelión e, incluso, puede llegar a convertirse en una revolución. Lo que ocurrió en Vizcaya entre 1631 y 1634 no llegó a tal grado de radicalidad, aunque sí reflejó la hartura de un sector de la sociedad -campesinos y comerciantes- que se sintió literalmente estafado. Aquella sonada protesta ha pasado a la historia con el nombre de la rebelión de la sal.
¿Por qué una referencia tan 'sabrosa'? La Real Orden del 3 de enero de 1631 estableció un aumento del precio de tan preciado producto, nada más y nada menos que en un 44%. Al mismo tiempo se comunicó al Regimiento de Vizcaya, órgano de gobierno del Señorío, que embargase de forma inmediata toda la sal para que, en adelante, sólo se pudiera vender por cuenta de la Real Hacienda. Obviamente, aquella medida era una auténtica locura. Un gesto déspota sin precedentes. En definitiva, un contrafuero en toda regla, puesto que vulneraba la libertad foral de comercio y el principio de exención fiscal. ¿Qué le ocurría a la Corona de España? ¿Acaso no eran los Austrias, representados entonces por Felipe IV, defensores a ultranza del ordenamiento foral vizcaíno? Nada había en su política de Estado que llevase a concluir que pretendiesen uniformizar sus dominios sobre la Península. Entonces, ¿qué razón había para aquella violación del derecho foral?
No obstante, esto no pareció preocupar a los amotinados. Cuando estalló la rebelión, en septiembre de 1631, la defensa a ultranza del fuero no fue una bandera de lucha explícita. Es más, existieron reclamaciones de muy diversa índole con un punto en común bien definido: su oposición a una constante y abusiva presión fiscal. Y es que toda queja parecía residir en el constante aumento de impuestos impulsado por una monarquía que, lejos de querer atentar contra el ordenamiento foral, lo único que pretendía era mantener su ruinosa política imperial en el norte y centro de Europa. Felipe IV, al igual que su padre y su abuelo, decía defender la ortodoxia y la fe, pero lo hacía a costa de empobrecer a su pueblo. Así, sus necesidades de dinero para mantener activa la maquinaria militar no sólo se reflejaron en un crecimiento exagerado de la fiscalidad, sino que provocaron una devaluación monetaria que supuso un peligroso aumento de los precios. Esto era lo que de verdad dolía a los vizcaínos, que desde mucho tiempo atrás sufrían la aplicación descarada de impuestos sobre los productos de consumo. Claro que, para que esto ocurriera, alguien debía de aprobar semejantes gravámenes. Así era. Sin ir más lejos, en 1629, el rey recurrió a las Juntas Generales para que le concediesen un donativo. Éstas, controladas por los miembros de la aristocracia rural vizcaína, muy bien conectada con los círculos de poder de la Corte, no tuvieron mayor problema en satisfacer la petición real. Lo que hacían era establecer impuestos indirectos a recaudar en las aduanas, que gravaban productos tales como los paños, la lana y el ganado. También se gravó el comercio de pescado y el vino. Con ello estaba muy claro a quién o a quiénes hacían daño.
Cuando el 23 septiembre de 1631 estalló el conflicto, las iras de los sectores afectados se dirigieron no sólo contra los representantes del rey, sino contra aquellos, los junteros, que habían permitido que se llegase a esa insultante situación. Tan exaltados estaban los ánimos aquel día, que hubo que posponer la sesión veinticuatro horas. Es posible que aquella medida fuera peor, porque el 24 de septiembre se congregaron unos 1.500 vecinos que exigieron «que se hablase en vascuence para que todos entendiesen lo que se dijera» y «que no debían de ser Diputados los que vistiesen calzas negras, esto es, los que se sustentaban como caballeros, sino las personas sencillas». Obviamente, ante semejante presión popular, se suspendió la aplicación de la disposición real. Molesto y contrariado, el Corregidor se hizo cargo del asunto y se mostró totalmente decidido a implantar como fuera el estanco de la sal. Esta fue la gota que colmó el vaso y el detonante inmediato de que llegase la sangre al río. En octubre de 1632, se dio muerte al procurador de la Audiencia del Corregidor. Campesinos, marinos, curtidores, sastres y demás miembros de múltiples oficios se movilizaron en Bilbao. Reclamaban a las autoridades municipales el levantamiento de todos los últimos impuestos aplicados. Las mujeres de los artesanos llamaban la atención de las esposas de las autoridades y les decían que «ahora sus maridos é hijos serían alcaldes y regidores, y no los traidores que vendían a la república». Esta presión dio sus frutos y los amotinados consiguieron que se bajasen los impuestos.
Cabecillas ejecutados
La última protesta se produjo en febrero de 1633. Unos 2.000 marineros y campesinos, armados hasta los dientes, se dieron cita en Gernika, en plena Junta General, para obligar a los junteros a que tomasen medidas favorables. No a los nuevos impuestos sobre el comercio, no a más pagos excesivamente gravosos empleados en la represión del bandolerismo y no a todos los impuestos y restricciones que se les venían aplicando de un tiempo a esa parte. Tan sólo una reivindicación hacía referencia al asunto de la sal, lo que indica hasta qué punto la cuestión de su estanco y aumento de precio no fue más que la chispa, la excusa que prendió los ánimos de la gente.
La represión que puso fin a la revuelta comenzó en mayo de 1634. El día 24, se detuvo a los seis principales cabecillas del movimiento, se les juzgó y se les dio muerte. Todo indicaba que los comerciantes bilbaínos habían cambiado de estrategia ante la radicalización de los acontecimientos. Ellos no querían una revolución social, en absoluto. Por eso la represión se orquestó desde Bilbao a cambio de que el rey levantase los impuestos. Finalmente, ese mismo año de 1634, la Corona decretó el perdón para los amotinados y tomó la decisión de no aplicar el estanco de la sal.
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