Las salinas ibicencas pudieron tener su origen en los primeros estanques que la población púnica explotaría donde están hoy, no lejos, por cierto, del asentamiento fenicio de sa Caleta.
Por increíble que pueda parecer, el desierto y el mar se parecen en su absoluta desnudez y en su inmensidad aparentemente ilimitada. Y las ondulaciones de las dunas recuerdan el oleaje tendido de la mar. Visto así, podemos entender que los antepasados de los fenicios pudieran cambiar el desierto por el mar y los camellos por barcas. Fue un cambio que hicieron con tal convencimiento que aquellos beduinos fueron conocidos como los nómadas del mar, los ´pueblos del mar´.
MEMORIA DE LA ISLA / MIGUEL ÁNGEL GONZÁLEZ [Diariodeibiza.es]
Sabemos que los fenicios y cartagineses no fueron dados al ocio ni a
filosofías, sino abocados al negocio, pueblos pragmáticos que se
aplicaron en aprovechar lo que el entorno de sus ciudades y el medio
marino les ofrecía. Construyeron los mejores puertos y los barcos más
ligeros y seguros, hicieron travesías de miles de millas, controlaron
las rutas comerciales, practicaron la navegación de altura y nocturna
orientándose por las estrellas, inventaron el alfabeto, fueron
extraordinarios artesanos en el trabajo del metal, el vidrio y la
madera, proveían a otros pueblos de productos manufacturados,
fabricaban la famosa púrpura con caracoles marinos (el ´múrex´, el
cornet de nuestros litorales), fueron excelentes agricultores, pescaban
atunes, inventaron las piscifactorías, conocían el arte de desecar y
salar carnes, pescados y aceitunas, y explotaron en épocas muy
tempranas las salinas, industrias, todas ellas, que enseguida les
copiaron los romanos. Decimos esto para concluir que las salinas
ibicencas pudieron tener su origen en los primeros estanques que la
población púnica explotaría donde están hoy, no lejos, por cierto, del
asentamiento fenicio de sa Caleta. Y si, como sabemos con certeza,
exportaban desde Ibiza productos como higos secos (nuestras
incomparables xereques que estaban entre los frutos más preciados del
occidente mediterráneo), y púrpura (como lo prueba la pequeña factoría
de la que tenemos vestigios en el Canal d´en Martí, junto al Pou des
Lleó), es probable que comerciaran con la sal que ya explotaban en
Trapani (Sicilia) y en otras plazas africanas; y que exportaran
asimismo salazones de las que fueron grandes consumidores y que
conseguían destripando el pescado, dejándolo secar y colocándolo en
ánforas y tinajas en las que alternaban, en capas sucesivas, el pescado
y la sal.
Hoy es difícil hacernos una idea de la importancia que en el
mundo antiguo tuvo la sal. Se sabe que la carne salada fue un invento
celta que se apropiaron los romanos. Catón, por ejemplo, nos dejó en su
tratado De agricultura la fórmula exacta para curar el jamón. Los
romanos tuvieron salinas junto a muchas de sus ciudades y en las
salazones la base de su comercio. Roma subvencionaba la sal, tuvo una
Via Salaria, pagaba a los soldados con sal y manipuló su precio para
financiar las guerras con Cartago. El adobo de sal en los manjares y su
uso en las salsas era un signo de refinamiento. En las mesas romanas
salaban las verduras para contrarrestar su amargor, costumbre que nos
legó la ensalada. Tomaban como aperitivo aceitunas curadas en agua de
mar, y con sal y vino fabricaban el defrutum, una bebida picante.
La sal se relacionaba, además, con la fertilidad, posiblemente porque veían que los peces eran más prolíficos que los animales terrestres. Llamaban salax al hombre enamorado y, todavía hoy, la palabra ´salaz´ significa lujurioso. La sal sorprendía por su permanencia: se disolvía en agua y desaparecía, pero al evaporarse ésta, la sal cristalizaba de nuevo. Esta inalterabilidad hizo que se utilizara en los pactos. El Dios de Israel hizo con David y su descendencia una ´alianza de sal´. Y la sal fue también un signo de amistad: «compartir el pan y la sal» era una señal de acogida que perdura en los pueblos orientales. Y por sus propiedades antisépticas, se utilizaba para conservar alimentos. Los egipcios ya explotaron salinas en el delta del Nilo, pero mucho antes la obtenían en cazuelas de barro en las que dejaban evaporarse el agua del mar. La empleaban como condimento y mezclada con vinagre obtenían una salsa, el oxalme. También era una ofrenda funeraria y necesaria para embalsamar: los poderosos utilizaban resinas y natrón, pero el pueblo llano se conformaba con resinas y sal. Se creía, por otra parte, que la sal ahuyentaba los malos espíritus. Ezequiel explica que se frotaba a los recién nacidos con sal para protegerlos del Mal y que la sal se utilizaba en ofrendas y sacrificios. Este sentido religioso pasó luego al mundo cristiano. «Vosotros sois la sal de la tierra», les dijo Jesús a sus discípulos. De hecho, la sal sigue utilizándose en el rito bautismal, en el agua bendita y en una costumbre tan nuestra como la salpassa, eclesiástico asperjar de las casas para alejar al Maligno que incluye la colocación de montoncitos de sal bendecida en los rincones y en los dinteles de puertas y ventanas, en los que, por si fuera poca protección, se pintaban cruces sobre el encalado. Mucho después, en la Edad Media, todavía encontramos caravanas de camellos transportando sal desde Taoudenni hasta Tumbuctú en un viaje de setecientos kilómetros.
Ciudades
como Taghaza se construyeron enteramente con bloques de sal, único
material que abundaba en la zona. Y más cerca de nosotros, Salzburgo
significa, precisamente, ´ciudad de la sal´. Este aprecio de los
pueblos antiguos por la sal no puede extrañarnos. Incluso hoy, cuando
la conocemos mejor, no dejamos de admirar sus paradójicas propiedades,
no en vano la sal apaga el fuego y derrite el hielo, al tiempo que su
composición es casi alarmante, pues se genera cuando un metal inestable
y que puede inflamarse como el sodio reacciona con un gas venenoso, el
cloro, para convertirse en un alimento, el cloruro sódico. Y su uso
cotidiano en la mesa, por otra parte, hace que obviemos algo tan
sorprendente como el hecho de que la sal sea la única piedra
comestible.
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