“Toda fuente cálida lleva sal, porque brota de las entrañas nitrosas o sulfúreas de la tierra que retienen el sabor salado del modo en que quedó dicho, como en los baños naturales que probé en Putéolos en la Campania de Italia. Vi también unas semejantes en Galicia, en España, junto a «Aguas cálidas», vulgarmente Obispado Auriense, cerca del río Miño, llamadas así por las fuentes de este tipo que manan cálidas y saladas. Y es más, incluso junto a los acuicaldenses, bajo la comunidad provincial de la Tarraconense, existen unas muy semejantes que han compartido el nombre por la misma calidad de las fuentes. […]
Transmite también Aristóbulo Casandreo (para entrar ya en la descripción de las sales fluviales) que junto a Mileto, en la Eólida, hay una fuente cuyas aguas superficiales son muy dulces, pero las más profundas son saladas. Y es más, de las montañas fluyen torrentes de agua salada, cuyas partes más superficiales o bien se endurecen, condensadas por la fuerza del aire que las compacta en blanquísima sal, pero el resto del torrente fluye como bajo hielo […].
Finalmente, Estrabón refiere que pueden encontrarse torrentes salados desde su mismo nacimiento, como las fuentes de Salsula, que nacen en esa zona de la Galia Narbonense donde, con una fortificadísima fortaleza española que recibe el nombre de sus fuentes, los españoles delimitan las jurisdicciones de los galos. Y es tal el ímpetu, en efecto, con que esas aguas se precipitan desde los montes, que desde su propio nacimiento se convierte en un río de sal, ora en sabor, ora en abundancia, después de un breve intervalo de tiempo, con curso precipitado desemboca en el mar más cercano y están tan saladas que Pomponio Mela y otros muchos que las han probado en las propias fuentes afirman que son más saladas que las aguas de mar. […]
Por otra parte, entre las sales de fuente y de río hay que contar las de pozo, procedentes de la sustancia salada extraída de los pozos y esparcida en lugares llanos, la cual se espesa cuando cae el rocío del cielo y se endurece en la más blanca sal […] Así, en Huesca, en la provincia de la Tarraconense, no lejos de los montes Pirineos hay salinas de pozo parecidas, que vulgarmente llaman «de Naval». En éstas la sal se endurece después de extraer de los pozos la sustancia salada y parece que en derredor florece como si fueran violetas purpúreas, pues no sólo reproduce el color, sino también el olor de la violeta y se considera la más delicada y perfecta de todos los diferentes tipos de sal en los que abundan sus habitantes.
Pero no obstante, estas fuentes saladas en su mayor parte o bien se cierran a la manera de pozos para poder abastecer siempre agua en cantidad suficiente, de modo que, excavando cerca de la tierra, la sustancia salada se recoja en los hoyos y luego por propio impulso se dirija a las zonas cercanas, o bien en realidad son pozos que brotan en la profundidad. Semejantes a las primeras son las salinas muy antiguas (yo suelo llamarlas «sagradas») que vi en España en la comunidad provincial de Zaragoza cerca de Montalbán, una insigne población de los celtíberos.[…] Estas salinas las produce una fuente salada que fluye a los pies de un pequeño monte, la cual, recogida en determinados fosos anchos, pero esparcida luego por áreas recubiertas por un pavimento de ladrillo, tan pronto como se empapa con rocío del cielo, se endurece en la más blanca y delicada sal.
En fin, tampoco carece de sal de pozo el campo de Tortosa, que el Ebro baña por ambos lados, el río más ilustre de toda España. En este lugar hay pozos a partir de los cuales, después de extraer la sustancia salada y prepararse como he dicho, se levantan túmulos de sal tan grandes, que la propia sal se importa a muchos pueblos de los alrededores, principalmente a toda la región de Ilergaonia, llamada en la actualidad Maestrazgo por el sumo Maestre de Caballería de San Jorge al que está subordinada. Y esta región se extiende desde donde el Ebro desemboca hacia la costa marítima orientada al sur hasta el río Uduba, hoy Mijares, región que destaca por sus concurridos pueblos y por la deliciosa fertilidad de su suelo.”
Fuente: http://www.diariovasco.com.
Leintz Gatzaga da buenas sorpresas a quien se acerca. De lejos parece una simple aldea, un barrio rural como otro cualquiera, colgado en el estrecho valle boscoso donde nace el río Deba, en el último rincón de Gipuzkoa. Pero de cerca revela un llamativo porte aristocrático: el visitante entra por un arco (quedan cinco de los siete originales, y algunos restos de muralla) y descubre un casco urbano minúsculo en el que se aprietan casonas solariegas y soberbios palacios renacentistas y barrocos. Es la huella que dejaron varios siglos de prosperidad, del tiempo en que Leintz Gatzaga (Salinas de Léniz) encendió disputas entre reyes y señores feudales, padeció batallas, vio pasar caravanas de mercaderes, alojó a peregrinos, nobles y monarcas. De cuando no era el último rincón de Gipuzkoa sino el primero, porque por aquí entraba el Camino Real de Castilla.
Tres chorros de agua
Y todo se debe a tres simples chorros de agua. En una hondonada sombría y húmeda, tapizada por el bosque, afloran cinco manantiales. Uno de aguas sulfurosas, otro rico en metales y los tres que son la madre del cordero: tres fuentes de agua muy salada.
La sal fue durante milenios lo más parecido a la piedra filosofal: una sustancia maravillosa que servía para conservar carnes y pescados, sazonar comidas, curtir cueros y completar la alimentación del ganado. Por eso se acercaron a este paraje los habitantes de la Edad de Hierro, también los romanos (como muestran las monedas y los fragmentos de cerámica que se hallaron en el lugar) y los protoguipuzcoanos del Medievo (un documento del año 947 habla ya de la explotación salina). Y sobre la sal nació el pueblo en el año 1331: el rey castellano Alfonso XI, propietario de los manantiales, quiso controlar mejor este pozo de riquezas y ordenó fundar una villa al pie del templo-fortaleza de Nuestra Señora del Castillo o de Dorleta, que hasta entonces vigilaba el entorno. Los vecinos del valle de Léniz vivían desperdigados en caseríos y aldeas pero muchas familias se trasladaron a la nueva villa, atraídos por los privilegios que se les concedían para la explotación y el comercio de la sal. [...]
Las ocho dorlas
Desde el casco urbano, un paseo de pocos minutos nos acerca al punto del que brota toda la historia de Leintz Gatzaga: el manantial de aguas saladas. Se conservan las instalaciones modernas, del XIX y el XX, pero las explicaciones de las visitas guiadas sirven para conocer toda la historia de la explotación y sus curiosos sistemas.
El uso de las dorlas responde a un problema evidente: en este rincón montañoso llueve mucho y el sol luce poco. No se puede verter el agua salada en una terraza, como es habitual en muchas salinas, y esperar a que el sol evapore el líquido. A cambio, el entorno es uno de los más boscosos de toda Gipuzkoa y ofrece leña en abundancia, de modo que la solución más eficaz pasa por evaporar el agua con fuego. Las mujeres solían encargarse de la mayor parte del trabajo. Sacaban el agua del pozo con cubetas y la vertían a una red de canales que distribuía el líquido a las ocho dorlas de la explotación (cada una pertenecía a una familia). Después había que mantener el fuego muy lento, día y noche, sin que el agua llegara a hervir, y remover constantemente el líquido para romper las primeras cristalizaciones de la sal y conseguir así un producto más fino y más homogéneo. Cuando ya estaba suficientemente espesa, se sacaba la sal a unos cestos y se colgaba para que terminara de escurrir la humedad. Este trabajo sólo se desarrollaba de julio a diciembre, porque en épocas más lluviosas el manantial fluía con menor concentración de sal y el rendimiento caía. Pero las mujeres tampoco paraban el resto del año: tenían que almacenar leña para la siguiente temporada.
Las inundaciones de 1834 destrozaron los edificios y en la reconstrucción se optó por modernizar el viejo trabajo manual. Los salineros fundaron la sociedad Productos Léniz, levantaron una pequeña fábrica y montaron una rueda de cangilones, un sistema hidráulico que por medio de una noria extrae el agua salada y la vierte en los canales. Esta máquina aún funciona y constituye el mayor atractivo de la visita.
En el siglo XX llegó una última reforma, con la instalación de un sistema de calderas, tolvas y centrifugadoras. A pesar de que se elevó la producción de 500 a 700 toneladas anuales, la competencia de las salinas costeras acabó con las de Leintz al igual que con tantas otras salinas de interior. La fábrica se cerró en 1972.
El valle salado vuelve a la vida
Eustaquio Martín, uno de los últimos salineros, no creía que las eras de sal en las que trabajaban prácticamente todos los añaneses se salvaran. Pero poco a poco, con el esfuerzo de muchos, la sal empieza a recobrar su brillo.
ANDER IZAGUIRRE/ [El Diario Vasco]Publicado por: SAL | 08/24/2007 en 06:22 p.m.